Tiempo y clima: desentrañando los secretos de
la atmósfera terrestre.
Hablamos
del “tiempo que hace” a diario con los familiares, con los amigos, con los
vecinos. En ocasiones, equiparamos, erróneamente, condiciones “atmosféricas”
puntuales con rasgos climáticos de un lugar
y hablamos de “climatología adversa” que ha impedido el desarrollo de un
evento deportivo, de una celebración, de un desfile. Viajamos a países con
climas “exóticos” tan distintos a los que estamos acostumbrados en nuestra
ciudad de residencia. Nos asombramos con el poder destructor de un huracán, de
una borrasca “explosiva”, de una lluvia torrencial. Y valoramos positivamente
el hecho de poder disfrutar de “buen tiempo”, con sol, calor y sin lluvias, en
nuestro descanso estival.
Tiempo
y clima se han convertido en elementos básicos de nuestro comportamiento
diario, que condiciona nuestra actividad, nuestro ocio. Y llegamos a “exigir”
una temperie a nuestra medida, a nuestra conveniencia...Y provocamos, con
enorme irresponsabilidad, cambios en el clima que ha permitido la vida en la
superficie terrestre. Y las disciplinas científicas que se encargan de su
estudio –meteorología y climatología- tienen un pasado, un presente y un
futuro, apasionantes; una historia llena de avatares que hoy nos permiten hacer
pronósticos a unas horas o a una centuria.
¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el clima?
De
entrada, es importante que los conceptos “tiempo” y “clima” no son sinónimos,
ni definen el mismo fenómeno. Tiempo es el estado de la atmósfera en un momento
del día. Es cambiante, coyuntural. Y precisamente ahí, reside su “magia”, en su
diversidad diaria. No hay un día con un tiempo igual a otro; puede ser
semejante, pero nunca será igual. Siempre cambiará el valor de algún elemento
atmosférico (medio grado de temperatura, un minuto menos de luz, un milímetro
más de lluvia, etc.). El castellano tiene un vocablo precioso para referirse al
tiempo atmosférico diario, la temperie. Por contra, el clima forma parte de la
“estructura” de un territorio, es el ambiente permanente que se da en un
espacio geográfico y que viene definido por los valores medios de los elementos
atmosféricos básicos (temperatura, precipitación, viento, etc.), obtenidos
durante un amplio período de tiempo; al menos, deben manejarse datos
estadísticos de tres decenios para poder validar la pertenencia de un
territorio a una variedad u otra de clima. El castellano clásico tiene un
término precioso para referirse a las condiciones climáticas de un lugar, el
temple. El climatólogo francés Pédelaborde, nos ofreció a mediados del pasado
siglo, la definición seguramente más completa y sencilla de concepto clima, al
concebirlo con el conjunto de fenómenos atmosféricos “percibidos y vividos” por
el ser humano a lo largo de su vida.
Una ciencia, con pasado milenario, y
evolución acelerada en apenas dos siglos.
En dos
siglos, los dos últimos, se han desentrañado los secretos de nuestra atmósfera.
Bueno, decir esto puede ser algo pretencioso, porque todo avance científico
tiene antecedentes donde asentarse y evolucionar, y en el caso de la
meteorología esto arranca en época griega. Es entonces cuando se escribe el
primer tratado de meteorología (s. V a.C.) en el que su autor, Aristóteles,
intenta dar respuesta a los fenómenos atmosféricos conocidos entonces por el
ser humano y también los no atmosféricos como el funcionamiento de los volcanes
o de los terremotos, que eran considerados fenómenos originados por los
“meteoros” (metewroV, lo que está en el
aire). En el escrito de Aristóteles se contienen teorías y explicaciones que,
en buena medida, han permanecido hasta la actualidad (papel protagonista del
Sol) y otras que han sido rebatidas, afortunadamente, en aras al avance de la ciencia
atmosférica. Pero tendrían que pasar algunos siglos para que comenzaran a
desentrañarse los secretos del funcionamiento climático del planeta respecto a
las ideas aristotélicas que defendieron eruditos romanos, como Plinio el viejo,
y de época medieval (San Alberto Magno).
Y
será precisamente la ampliación de los horizontes geográficos, el
descubrimiento de nuevas tierras a partir del siglo XV, los que resultarán
decisivos para el avance de la meteorología y climatología terrestre. Y en esto
tienen un protagonismo destacado nuestros viajeros al Nuevo Mundo que luego
dejaron escritos de sus experiencias en aquellas tierras. El jesuita José de
Acosta, cronista de Indias, fue el primero que desterró científicamente la idea
aristotélica de que en las tierras próximas al Ecuador no podía haber vida
humana por el supuesto calor tórrido que allí se registraba. Nada mejor como la
visita personal a las regiones geográficas en cuestión –ámbito intertropical-
para comprobar que eso no es así, que en la línea ecuatorial y sus territorios
próximos el clima tropical lluvioso y con temperaturas cálidas, pero no
tórridas, permite la vida humana, como sabemos. En los escritos del padre
Acosta1 descubrimos, también, que el aire se enrarece con la altitud
ocasionando malestar y dolor de cabeza (soroche) cuando se asciende a una alta
cumbre, y conocimos un fenómeno climático que ocupa portadas en los medios de
comunicación en la actualidad, el famoso “Niño” que trastorna la circulación de
la atmósfera algunos años dando lugar a lluvias donde no suele llover y a
sequías donde lo hace habitualmente. Son avances fundamentales para las
ciencias del tiempo atmosférico y del clima, cuyo contenido se perfeccionará en
los siglos siguientes cuando se disponga de aparataje para realizar mediciones
precisas de los elementos climáticos (temperatura, presión, humedad, lluvia,
radiación solar, etc.).
Fig.1. (Izda.) División del
globo terrestre en zonas climáticas de época griega y (Dcha.) distribución de
las zonas de balance energético de la Tierra. Una paradójica similitud. Fuente: Petrus Apianus, Cosmografia (1524); y
Haltiner y Martin Meteorología física y dinámica (1990).
La importancia de disponer de aparatos de
medida.
En
efecto, toda ciencia que se precie requiere de un instrumental básico para
obtener los datos que permiten proponer o comprobar hipótesis y establecer
teorías, manejando, claro está, métodos de trabajo que permitan la universalidad
de los resultados obtenidos. Así ocurrió también con la meteorología que fue
completando la relación del aparataje básico para la observación y medición de
las variables climáticas a lo largo de la Edad Moderna. Estamos en un contexto
científico y filosófico que, además, hace una apuesta clara por la
experimentación y la toma de datos como paso previo a la formulación de teorías
(Galileo, Bacon, Hume, Descartes, Newton).
El
siglo XVII es el siglo de la aparición de los aparatos de medida de los
elementos atmosféricos, que se irán perfeccionando en los siglos posteriores.
Galileo inventaría el primer instrumento capaz de medir los cambios de
temperatura: el termoscopio neumático (1607).
En 1639, Benedetto Castelli idea un primer pluviómetro que será
perfeccionado en 1662 por Christopher Wren con un sistema de cubetas
basculantes y mejorado en 1670 por Robert Hooke. En 1641, Fernando II, Gran
Duque de Toscana, construye el termómetro de bulbo de alcohol con capilar
sellado; el instrumento estaba provisto de un tubo de vidrio con alcohol
marcado con 50 grados, pero no utilizó el cero como un punto fijo. Por su
parte, en 1644, tras llevar a cabo su famoso experimento, Torricelli construye
el primer barómetro de mercurio. El primer higrómetro nació de la inventiva del
físico francés Guillaume Amontons que lo presentaría en 1687 en la Academia de
Ciencias francesa. Por último, el primer anemómetro para la medida de la velocidad
del viento lo construye en 1667 Robert Hooke. La puesta a punto de este
instrumental meteorológico permitirá el desarrollo de los primeros embriones de
redes meteorológicas. La primera de
ellas, integrada por una decena de observatorios, fue instalada, a instancias
del Gran Duque Fernando II de Toscana, por Luigi Antinori y funcionó entre 1654
y 1667. Será el germen de otras redes de
observación que se irán ampliando y consolidando en los siguientes siglos y hoy
son una pieza fundamental para las predicciones meteorológicas y los estudios
climáticos.
En
el estudio de los elementos atmosféricos, la medida de la presión atmosférica
fue, sin duda, uno de los problemas importantes que tuvo que abordar la ciencia
en el siglo XVII. Desde la época de
Aristóteles habían perdurado dos ideas erróneas y generalmente admitidas. La
primera de ellas era que el aire no pesaba y la segunda que no existía el
vacío. Galileo rechazará ambas cuestiones y demostrará, mediante una serie de
experimentos, que el aire pesa. Años más tarde, en 1643, su discípulo
Torricelli resolvería el enigma, llevando a cabo una serie de experimentos en su laboratorio, llenando de
mercurio un tubo de 1 metro de largo, (cerrado por uno de los extremos). Invirtió
dicho tubo sobre una cubeta llena de mercurio, de inmediato la columna de
mercurio descendía por término medio, hasta una altura de 76 centímetros (760
mm). Torricelli interpretó que a esa altura se producía la influencia de la
presión atmosférica. La comprobación en campo de este hecho la realizó, unos
años después, en 1648, Florin Périer, por encargo de su cuñado Blaise Pascal,
al medir la altura de una columna de mercurio a tres altitudes diferentes,
durante su ascenso al Puy de Dome. En este experimento se demostró que la
presión atmosférica decrecía con el incremento de altitud, si bien ese descenso
resultaba cada vez menos rápido. Por su parte, en 1656, el alemán Otto von
Guericke demostraría la existencia del vacío con su célebre experimento de los
hemisferios de Magdeburgo, señalando que la presión atmosférica equivalía a un
peso muy considerable.
Fig.2. (Izda.)
Experimentos de Blaise Pascal en el Puy de Dome (modificación de la presión
atmosférica con la altitud) y (Dcha.) de
Otto von Guericke (demostración de la existencia del vacío). Fuente:
MeteoFrance y Experimenta Nova (1672).
Antes
de que concluya el siglo XVIII se dispone de las cuatro escalas termométricas
más difundidas, esto es, las de Fahrenheit (1724), con importante perduración
aún en el ámbito anglosajón, Reamur (1730), Celsius y la escala centígrada,
estas dos últimas tenidas erróneamente por equivalentes. Hay que recordar que
Anders Celsius propuso en 1742 el uso de una escala donde se atribuía el valor
100º al punto de fusión del hielo y 0º al de ebullición del agua, es por tanto
inversa a la denominada “centígrada”. Esta última sería difundida en Suecia
tres años después por Linneo, aunque ya había sido manejada en esta posición
por Jean-Pierre Christi en Francia en 1743, en su famoso “termómetro de Lyon”
donde asignó el valor 0º al punto de fusión del hielo y 100º al de ebullición
del agua.
El
resultado de la puesta a punto del instrumental meteorológico favorecerá el
desarrollo de observaciones atmosféricas sistemáticas durante la segunda mitad
del siglo XVIII y, sobre todo, en el último cuarto de esa centuria, cuando se
proponen los primeros embriones de redes o servicios meteorológicos. En la
creación y consolidación de estas redes de observación meteorológica jugarán un
papel destacado las Sociedades de Medicina, debido a la relación entre el
desarrollo de enfermedades y las condiciones atmosféricas de un territorio.
Esta relación encontrará argumento filosófico dentro del ambientalismo que
impulsarán algunos ilustrados de la época.
Una obsesión constante en la Edad Moderna:
cómo soplan los vientos. La importantísima –y desconocida- aportación del
filósofo-geógrafo Kant.
Junto a
la aparición del instrumental meteorológico y de las primeras redes de
recopilación sistemática de datos de los elementos atmosféricos principales
(temperaturas, precipitación, presión, humedad, viento), los siglos XVII y
XVIII supondrá un salto importante para el conocimiento de la circulación
atmosférica y del reparto de los climas terrestre.
Un
tema principal para la filosofía natural y la física durante este período fue
desgranar el funcionamiento del viento. Al inicio de este período, las ideas de
Aristóteles dominaban el pensamiento en esta cuestión. Para él el viento tiene
por causa el Sol que mueve o transforma las “exhalaciones” seca y húmeda que
existen en el aire. En dos siglos estas ideas experimentarán un vuelco radical
y se irá conformando el corpus teórico de física del aire que resultará básico
para la comprensión de la dinámica atmosférica. Diversos autores irán haciendo
aportaciones para descifrar el movimiento de los vientos terrestres y, muy
particularmente, de los vientos alisios, por su transcendencia para la
navegación y el comercio entre Europa y los territorios conocidos y colonizados
de África, América y Asia. Kepler, Bacon, Halley, Varenio, Lister y Hadley son
los autores que realizan explicaciones para entender la circulación de los
vientos en la superficie terrestre, sus trayectorias, su encorvamiento. La
rotación terrestre comenzará a jugar un papel importante en esta explicación:
los vientos “se retrasan” o “se adelantan” respecto a la velocidad lineal de rotación terrestre. En algún caso –Halley- se
pensará que los vientos que se generan por el calor existente en el Ecuador
soplarán, elevándose en la atmósfera terrestre, hasta el Polo y desde allí
descenderán de nuevo al Ecuador generando un circuito único: la denominada
“chimenea ecuatorial”. Esta teoría será desterrada años después por Hadley que
precisará, con acierto, que ese circuito se interrumpe en latitudes
subtropicales (hacia 30º de latitud), puesto que a partir de entonces y hasta
el polo circulan vientos con otra componente, básicamente del oeste. Idea que
se mantendrá hasta la actualidad, mejorando el conocimiento de aspectos
regionales que inciden en la circulación de los vientos alisios.
En
el tramo final de la edad Moderna, resultarán muy importantes y poco conocidas,
las aportaciones a la ciencia climática de Immanuel Kant. Kant fue un polimata,
sin duda, uno de los mejores pensadores de la historia de la Humanidad; pero no
solo fue filósofo. Fue también un geógrafo cuajado. O al menos eso traduce
haber enseñado geografía durante cuarenta años en la universidad de Konigsberg.
Sus discípulos recopilaron sus apuntes en una Geografía Física, que reúne los
conocimientos existentes en ese momento de la disciplina. Pero, además, en sus
apuntes manuscritos, incluyó aportaciones novedosas para la explicación de
hechos y fenómenos de la Naturaleza. Los capítulos que dedica a la explicación
de fenómenos atmosféricos y hechos climáticos pueden considerarse como el
primer manual editado de Climatología (1802). El viento y, en general, el
movimiento del aire es el elemento climático más importante para Kant; describe
las características de los vientos conocidos en su época y busca explicar sus
causas. Y aporta un esquema novedoso de la circulación atmosférica en el globo
terrestre. Según Kant “los vientos son más variables en la mitad entre un polo
y el Ecuador. Tanto en la zona cálida y regiones adyacentes como en el cinturón
frío y zonas vecinas son mucho más constantes”2. Señala que los
cambios en el viento originados en una columna atmosférica, que pueden llegar a
provocar “calmas y tormentas repentinamente o viento cambiante en los
territorios bajos”. Este último aspecto tendrá gran interés porque inaugura la
serie de estudios sobre el espesor de las capas atmosféricas, que constituirán
referencia esencial para la navegación aerostática en el siglo XIX; aunque será
ya en el siglo XX, con el desarrollo de la aviación y, posteriormente, de los
satélites de finalidad meteorológica, cuando reciban completa y detallada explicación.
Fig.3. Esquema de
circulación de vientos, en las diferentes zonas térmicas del planeta, a partir
de la Geografía Física de Kant. Fuente:
autor.
Dos siglos decisivos para el “descubrimiento”
de la atmósfera terrestre.
El
siglo XIX comienza con la propuesta de clasificación de las nubes que elaboró
un farmacéutico inglés, Luke Howard. El fue el que dio nombre científico a las
nubes en 1803, utilizando denominaciones en latín alusivas a su forma (stratus,
empedrado; cirrus, mechón de pelo; cumulus, montón; nimbus, chaparrón). La
clasificación de Howard tuvo eco muy favorable en los círculos científicos y
culturales de la época. Entre 1821-22, el pintor inglés John Constable
realizaría su “Estudio de nubes” basándose en la clasificación de Howard; por
su parte, el genial polímata alemán J.W. Goethe manifestaría, en su “Ensayo
sobre Meteorología”, las excelencias del sistema de Howard. Esta clasificación
será la base del Atlas Internacional de Nubes de la Organización Meteorológica
Mundial que se mantiene, con añadidos, hasta la actualidad. La última versión
de este Atlas es del año 2017 y se puede consultar íntegramente en la red.
La
descripción de los climas terrestres tuvo una aportación fundamental en los
trabajos de A. de Humboldt, el noble prusiano de saber enciclopédico que viajó
al Nuevo Mundo y nos dejo escritos extraordinario sobre su naturaleza y sus
climas. En el inmenso haber científico de Humboldt destaca un hecho fundamental
para la geografía ibérica: la verificación de la Meseta central española,
descifrada a partir de las mediciones del barómetro en diferentes puntos de
observación. Y también son destacables
la invención y uso de unas isolíneas planteadas por el naturalista
alemán, necesarias para la representación cartográfica de los elementos del
clima mundial como la isoterma y la isobara. El otro gran impulsor de la
ciencia geográfica en la primera mitad del siglo XIX, el erudito alemán K.
Ritter, destacará la importancia del clima en la distribución de las
civilizaciones del mundo.
Fig.4. Primer mapa mundial
de isotermas dibujado por A. von Humboldt en 1817.
Fuente: www.divulgameteo.es
La
dinámica de la atmósfera y la estructura interna de los centros de presión
atmosférica (borrascas y anticiclones) son dos aspectos que avanzan de modo
importante a lo largo del siglo XIX, en relación con el propio progreso de la
física y las matemáticas. Y a ello se sumará el progresivo protagonismo que ira
teniendo la circulación atmosférica en las capas altas que hoy se sabe esencial
para los pronósticos meteorológicos. Se formularán, desde las primeras décadas
de esta centuria, una serie de modelos explicativos del funcionamiento de las
depresiones barométricas, que era lo que más interesaba en Europa central y
septentrional de donde proceden los autores de las mismas.
El
físico prusiano Dove enunciará su teoría cinética de las tempestades
advirtiendo por vez primera que en el hemisferio norte el viento en las
borrascas gira en sentido contrario al de las agujas del reloj y a la inversa
en el hemisferio sur. Brandes, por su parte,
dibujará en 1819 el primer mapa
de distribución de presiones en superficie (mapa de tiempo) indicando las
desviaciones respecto del valor medio, para lo cual utilizó las observaciones
practicadas años atrás por la Sociedad Meteorológica Palatina. Este meteorólogo
alemán enunciará su famosa teoría de circulación del viento en los sistemas de
presión según la cual el viento sopla de los sectores de mayor presión a los de
menos, siendo desviado hacia la derecha, en el Hemisferio norte, por la
rotación terrestre. Otra contribución destacada de Brandes será su apreciación
sobre el hecho de que las depresiones sobre el continente europeo se desplazan
de oeste a este.
Dos
leyes de la dinámica de fluidos, sencillas de formulación, permitirán
comprender el movimiento del viento en relación con la rotación terrestre y con
la presión atmosférica. La primera es la ley formulada por el científico
francés Gaspard-Gustave Coriolis formulada en 1835, en realidad es la
explicación de una fuerza dinámica afectada por la rotación terrestre –la
denominada “fuerza de Coriolis”-. En realidad se trata de una fuerza ficticia
que aparece cuando un cuerpo está en movimiento con respecto a un sistema en
rotación. La fuerza de Coriolis siempre es perpendicular a la dirección del eje
de rotación del sistema y a la dirección del movimiento del cuerpo vista desde
el sistema en rotación. En síntesis, este principio se puede enunciar del
siguiente modo: “Todo cuerpo que es impulsado o adquiere movimiento propio en
un sistema rotatorio, como la superficie de la Tierra sufre una desviación
lateral en sentido horario (hacia su derecha) en el hemisferio norte y en
sentido antihorario (hacia su izquierda) en el hemisferio sur”. En síntesis,
cualquier objeto en movimiento horizontal y que se desplaza sobre un sistema
rotatorio, sufre una aceleración complementaria que lo desplaza lateralmente,
en una dirección perpendicular a la dirección del movimiento del objeto. La
comprobación de este hecho se ha hecho popular, e incluso reclamo turístico en
localidades situadas en la línea ecuatorial, donde se muestra el giro que adquiere
el agua que se escapa por la cañería de un lavabo, a uno u otro lado de la misma.
La
segunda vendrá de la mano del meteorólogo holandés Buys-Ballot, quién en 1860
enunció su famosa ley de dinámica atmosférica: “Si una persona se coloca de
espaldas al viento con los brazos en cruz, la presión atmosférica que soporta
su mano izquierda es inferior a la que soporta su mano derecha”, por lo que las
bajas presiones quedarán a su izquierda. En este contexto de avances
teórico-prácticos en el conocimiento de la dinámica atmosférica, unos años
antes, el físico alemán Helmholtz había
enunciado el principio de conservación de la energía y en 1864 el químico
noruego Guldeberg formuló la ley de
acción de masas de los equilibrios físico-químicos.
Fig.5. Dos principios
sencillos pero de gran importancia para entender la dinámica atmosférica.
(Izda.) Fuerza aparente de Coriolis. (Dcha.) Ley de Buys-Ballot. Fuente: autor.
Desde
Estados Unidos, Redfield estudiará los ciclones tropicales, de tanta
trascendencia en este país; y Espy, dibujará mapas de tiempo indicando el rumbo de los vientos. Pero la figura más
destacada será el marino Maury que en
1848 publicará una serie de cartas náuticas con indicación de los
vientos dominantes en cada sector oceánico del mundo gracias a las cuales el
viaje de ida y vuelta de Londres a Sidney se redujo a 160 días, cuando antes
requería doscientos cincuenta.
La
invención y difusión del telégrafo eléctrico en los países occidentales en las
décadas centrales del siglo XIX permitió la transmisión rápida de datos
meteorológicos, obtenidos en las redes de observación que van desarrollando
diferentes países de Europa, América y Asia. En 1865 se estableció la Unión
Telegráfica Internacional; el número de líneas y de mensajes transmitidos
crecería exponencialmente a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y
primeros años del XX. Ello supuso mejoras evidentes en la predicción
meteorológica que podía disponer de datos de áreas geográficas diversas para la
confección de mapas sinópticos y de boletines de pronóstico. Un acontecimiento
bélico será determinante para el impulso de la creación de una red
meteorológica entre países. El hundimiento a causa de una tempestad del navío
de guerra Henri IV (13 de noviembre de 1854), que formaba parte de la flota anglo-franco-turca y piamontesa que
operaba contra los rusos en la guerra de Crimea. La magnitud del desastre llevó
a Napoleón III a preguntar al meteorólogo Le Verrier si se podría haber evitado
de haberse conocido la llegada de dicha borrasca intensa, a lo que el
meteorólogo francés respondió afirmativamente siempre y cuando se constituyera
una red de vigilancia y aviso, mediante mensaje telegráfico, en los países
europeos. Poco a poco, se consolidará la idea de crear un organismo
internacional para fines meteorológicos, donde colaboraran todos los países
ofreciendo sus datos y servicios de pronóstico. Esto ocurrirá en 1873 con la
creación de la Organización Meteorológica Internacional, cuyo primer presidente
será, justamente, el meteorólogo holandés Buys-Ballot. La OMI será el germen de
la actual Organización Meteorológica Mundial (OMM) organismo de las Naciones
Unidas dedicado a las cuestiones del tiempo y clima mundiales.
Los
últimos decenios del siglo XIX resultan muy activos en avances de las ciencias
atmosféricas. Una serie de autores publicarán sus estudios sobre dinámica meteorológica,
y sobre las diferentes capas que componen la atmósfera terrestre en relación
con la mejora de los medios de navegación aérea (globos aerostáticos).
Destacarán
los trabajos de Teiserenc de Bort que investigará con globos sonda sobre los
niveles superiores de la atmósfera, y será descubridor de la “estratosfera”,
además de reconocer la capacidad predictiva de la ciencia atmosférica en
relación con los avances que se estaban produciendo a finales del siglo XIX.
Hildebranson y Abercromby adaptarán la clasificación de nubes de Howard para
convertirla en un catálogo que sería oficialmente adoptado por la recién creada
Organización Meteorológica Internacional (1896). El alemán van Bebber
describirá en 1891 y sistematizará la trayectoria de las borrascas que desde el
Atlántico penetran en el continente europeo en su desplazamiento hacia el este.
Y el también alemán W. Koppen propondrá en 1903 una de las clasificaciones
climáticas más utilizadas desde entonces, que manejaba valores medios de
temperatura y precipitación para asignar con letras mayúsculas y minúsculas la
adscripción de un observatorio a una variedad climática.
Fig.6. Trayectoria
frecuente de las borrascas atlánticas sobre Europa, elaborado por el
meteorólogo alemán W.J. van Bebber (1891). Fuente: Van Bebber, W.: Die
Zugstrassen der barometrischen Minimanach den Bahnenkarten der deutschen Seewarte
für den Zeitraum 1875–1890, Meteorol. Z., 8, 361–366, 1891.
Y
a ello se une el valor “social” de la meteorología, la popularización de la
ciencia atmosférica, que vendrá de la mano de
la publicación por el diario The Times del primer mapa de tiempo el 1 de
abril de 1875. Dicha carta isobárica fue elaborada por Sir Francis Galton,
psicólogo, antropólogo y geógrafo británico que había publicado, en 1863, su
Meteorographica, primer ensayo sobre métodos de representación cartográfica del
tiempo atmosférico, donde Galton propone una simbología propia para la
elaboración de cartas sinópticas. A partir de ese momento, diferentes
periódicos europeos y estadounidenses incorporarían progresivamente una sección
de información del tiempo atmosférico
con reproducción de cartas isobáricas.
Fig.7.
Primer mapa de tiempo publicado en un periódico. The
Times, 1 de abril de 1875.
Fuente: http://galton.org/meteorologist.html
Fuente: http://galton.org/meteorologist.html
Los
estudios de clima formarán una pieza importante de los ensayos que diversos
autores, desde la geografía (Ratzel, Semple, Huntington), publicarán en las
últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, en el contexto de la corriente
filosófica del ambientalismo desarrollada a partir del evolucionismo de Darwin,
destacando el papel del clima como elemento “condicionador” (determinismo
climático) de la distribución de poblaciones y razas en el mundo. Estos
escritos hay que interpretarlos en el contexto histórico en el que se
publicaron; hoy rebasarían los límites de la racionalidad. No en vano, algunos
de sus argumentos fueron utilizados por ideologías fascistas de la época para
justificar la idea de la superioridad.
El
siglo XX es un siglo de mejoras tecnológicas innegables que hoy son
fundamentales para las ciencias atmosféricas (radiosondeos, aviación,
satélites, computación). Pero es también una centuria de avances
teórico-metodológicos necesarios para el desciframiento de la circulación
atmosférica general y del funcionamiento de fenómenos meteorológicos
(borrascas, ciclones, “corrientes en chorro”). En su primera mitad habrá una
relación muy estrecha entre mejoras en el conocimiento de la atmósfera y su
dinámica y la evolución del aparataje y la estrategia bélica (radar, “frente”).
En su segunda parte vendrá condicionado por la formulación de la hipótesis de
calentamiento térmico planetario y su progresiva comprobación que ocupa también
estos primeros años del siglo XXI.
Comienza
el siglo con un hito básico para la meteorología, la creación en 1917 de la
Escuela Noruega de Bergen sin cuyo legado no se puede entender el avance
contemporáneo de las ciencias atmosféricas. De este centro surgirán teorías y
modelos de dinámica atmosférica esenciales: “frente polar” y proceso de
ciclogénesis, estructura de las borrascas extratropicales, llamadas “noruegas”
en su honor, distribución de las masas de aire en la superficie terrestre.
Bjerkness, Bergeron, Solberg, Petterssen son algunos de sus miembros más destacados.
Otros, como Rossby cobrará protagonismo en los años de la II Guerra Mundial y
postguerra posterior, cuando descubra la clave de la circulación atmosférica en
la alta atmósfera con su modelo ondulatorio (ondas de Rossby) que explica la
dinámica en latitudes medias y altas como un continuo movimiento de masas de
aire generado por corrientes de viento a alta velocidad (corriente en chorro o
jet stream) y con efecto de la rotación terrestre. La denominación de “frente
polar” propuesta por Bjerkness y Solberg, alusiva a la superficie de
enfrentamiento entre una masa de aire
polar y otra tropical sobre una superficie oceánica (océano Atlántico), alude a
la fase bélica de la guerra de frentes que ocupó un largo período de la I
Guerra Mundial.
Un
nuevo y fundamental descubrimiento para las ciencias de la atmósfera tiene
lugar en la Segunda Guerra Mundial en relación con la navegación aérea de
guerra. Se descubre la existencia de corrientes de viento a gran velocidad en
las capas altas de la atmósfera terrestre, a las que se bautizó con el nombre
de “jet stream” (corriente en chorro), cuya circulación determina los
movimientos de la atmósfera en las capas bajas, donde se mueven las borrascas y
los anticiclones, que vemos a diario en la información meteorológica de los
medios de comunicación. En su descubrimiento, se disputan la autoría japoneses
y norteamericanos que habrían encontrado estos vientos de alta atmósfera en los
vuelos de los bombarderos de la guerra en el Pacífico. El descubrimiento de
estas corrientes de viento a gran velocidad en la alta troposfera resultó
fundamental no sólo para los estudios de meteorología y climatología, sino
también para la navegación aérea transoceánica. El uso comercial de la
corriente en chorro por la navegación aérea comenzó, el 18 de noviembre de
1952, cuando un vuelo de la compañía Pan Am entre Tokio y Honolulu se
situó sobre la corriente en chorro polar a una altitud de 7.600 metros y
pudo reducir el tiempo de viaje entre estas dos ciudades en más de un tercio,
lo que significaba, asimismo, un importante ahorro de combustible.
Dos
inventos de finalidad bélica también serán determinantes en el avance posterior
de la meteorología. El radar (siglas de Radio Detection And Ranging) que debe
mucho a las investigaciones de Nicola Tesla, fue creado en el Reino Unido en su
modelo actual en 1935, sin olvidar algún antecedente alemán previo. Su empleo
fue decisivo para el resultado del segundo conflicto bélico mundial, pero
también para la ciencia meteorológica, puesto que ya en este período bélico,
los operadores de radar notaban “ecos” de retorno de causados por tormentas.
Será en la década de los años cincuenta del siglo XX, cuando la fuerza aérea de
Estados Unidos comprobará su efectividad
para la detección de fenómenos atmosféricos acuosos (lluvia, granizo, nubes de
desarrollo...). Y a partir de 1964 se difundió su empleo para la predicción
meteorológica en los países desarrollados, con modelos de respuesta doppler.
Recordemos que el radar es un sensor “activo” que lanza un haz de ondas desde
un punto fijo o móvil (avión) y espera la respuesta (eco) del objeto que
interfiera en su trayectoria. En la actualidad los modelos mejorados de radar
doppler son pieza básica para el “nowcasting” (predicción a corto plazo)
meteorológico.
Algunos
años después, en plena “guerra fría” y en el fragor de la carrera espacial, se
desarrollará el segundo invento esencial para la meteorología y climatología
modernas: el satélite de finalidad meteorológica. Recordemos que los soviéticos
serían los primeros en lanzar un satélite al espacio (Sputnik-1) el 4 de
octubre de 1957; pero serían los americanos, tres años después, el 1 de abril
de 1960, los que pondrían en órbita durante poco más de dos meses, el primer
satélite de finalidad exclusivamente meteorológica (Tiros-1). Desde entonces la
tecnología satelital no ha dejado de mejorar y el programa de lanzamiento de
satélites meteorológicos ha ido al alza en todo el mundo. Según su órbita se distinguen entre satélites
de órbita polar, situados por término medio a 800 km. de la superficie
terrestre, y satélites de órbita geoestacionaria, a 36.000 km. de la Tierra,
situados en un punto fijo dentro del “anillo de Clark”, en honor al científico
y divulgador Arthur C. Clark, autor del texto que dio origen a la película
“2001, una odisea en el espacio”. Los polares tienen más resolución espacial,
los segundos, más resolución temporal. Hoy en día no se entendería la
predicción meteorológica y los estudios de clima regional sin la posibilidad de
disponer de una imagen de satélite que, complementada con imágenes de radar, de
sensores de actividad eléctrica y datos meteorológicos de estaciones de
superficie, permiten ajustar los modelos de pronóstico y mejorar el
conocimiento de fenómenos meteorológicos singulares (tormentas convectivas,
ciclones tropicales, tornados). En 1963 la Organización Meteorológica Mundial,
heredera de la anterior Organización Meteorológica Internacional (vid. supra),
puso en marcha su programa de Vigilancia Meteorológica Mundial, que es una
pieza esencial de este organismo para el
mejor conocimiento del tiempo y clima mundiales. En la actualidad está
compuesto con varias unidades de satélite (polar y geoestacionario) y miles de
puntos de observación en tierra y océanos.
La
aparición de los computadores, la mejora de los métodos matemáticos de
tratamiento de datos y los avances en la dinámica de fluidos, en la química
atmosférica (p.e. ozono estratosférico y troposférico) y en el mecanismo del
balance energético del planeta han conducido a una mejora constante,
“explosiva” por sus constantes progresos, de las ciencias atmosféricas en las
últimas décadas del siglo XX. Se ha
fijado el modelo de circulación atmosférica general que hoy se sabe tricelular
(célula de Hadley, célula de Ferrel, célula polar) y condicionado por el
movimiento de los vientos en la alta troposfera (corrientes en chorro
ecuatorial, subtropical, polar y ártica). Se conoce casi con exactitud el
balance energético del sistema Tierra-atmósfera, que resulta pieza clave del funcionamiento
climático terrestre y de sus cambios. No en vano el actual proceso de “cambio
climático” no es sino una alteración “humana” en dicho balance, puesto que la
radiación de onda larga que emite la superficie terrestre y los océanos hacia
el espacio exterior se queda confinada en los primeros kilómetros de la
atmósfera terrestre al ser obligada a “rebotar” hacia el suelo por la acción de
los “gases de efecto invernadero” de causa antrópica (CO2, metano,
etc.). Se ha avanzado, asimismo, en el conocimiento de un proceso
atmosférico-oceánico de gran impacto regional (el conocido como “Niño”, en
realidad fenómeno ENSO) que aunque tiene su escenario de acción en la cuenca
meridional del Pacífico, sus conexiones de circulación atmosférica, afectan a
casi todo el mundo. Tras las primeras investigaciones sobre este fenómeno,
relatado ya por el padre Acosta en el siglo XVI, como se ha señalado (vid.
supra), a comienzos del siglo XX, fue en la década de los años sesenta del
pasado siglo cuando se esbozaron las ideas principales de su funcionamiento y
de la estrecha relación existente entre las dinámicas atmosféricas y oceánicas
en dicha región del Pacífico. Este hecho ha sido clave para impulsar el
conocimiento de otros mecanismos de oscilación atmosférico-oceánicas que
existen en la superficie terrestre y oceánica de nuestro planeta, como la NAO,
en el Atlántico Norte con importante efecto en el tiempo y clima de Europa.
La
precisión en los estudios de clima regional ha alcanzado niveles de excelencia,
gracias al manejo de técnicas estadísticas y nuevos métodos de representación
cartográfica (teledetección y Sistemas de Información Geográfica, SIGs). Se
analizan series amplias de datos, mapas e imágenes para comprobar la evolución
de las variables meteorológicas en un territorio (climatología analítica) o
comportamientos de los sistemas de presión atmosférica (tipos de tiempo) y se
avanzan comportamientos futuros (modelización).
Pero
sin duda, el elemento que aglutina gran parte de los enfoques y de los avances
en tiempo y clima es el referido “cambio climático” por calentamiento generado
por causa antrópica. Esta hipótesis de trabajo, lanzada por varios
investigadores en los años ochenta del pasado siglo, se ha convertido en un eje
de investigación fundamental en todo el mundo. Y también en un argumento de
políticas públicas, puesto que su mitigación depende, en buena medida, de la
acción de los gobiernos en todo el mundo aprobando y cumpliendo acuerdos de
reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, causantes de la
alteración del balance energético planetario y, en consecuencia del
calentamiento en capas bajas de la atmósfera terrestre. Sin olvidar las
acciones de adaptación a los efectos previstos de dicho calentamiento durante
las próximas décadas que ocupan programas en las escalas estatales, regionales
y locales. En 1988 se creó el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático
(IPCC), dependiente de las Naciones Unidas, que es el organismo que tiene la
responsabilidad de aprobar los informes de cambio climático en el mundo, que se
elaboran regularmente. En la actualidad está en fase de elaboración el VI
Informe del IPCC que tiene prevista su aprobación en 2021-22.
Fig.9. El cambio
climático por efecto invernadero de causa antrópica que nos afecta en la
actualidad es, en su origen, un cambio en el balance energético planetario. El
clima terrestre ha dejado de funcionar sólo por factores naturales. Fuente:
IPCC.
¿Y en el futuro?...reflexión final.
Como
ha ocurrido en otras ciencias, el impulso contemporáneo en los conocimientos de
la atmósfera terrestre ha sido intenso. Y lo sigue siendo. Pero este hecho no
debe hacernos olvidar la historia de una ciencia milenaria de enorme influjo en
el ser humano. Se ha pasado de responsabilizar a los dioses de los panteones
mitológicos de las religiones antiguas (egipcia, sumeria, griega, romana) de
los acontecimientos atmosféricos y climáticos, a disponer de una información
detallada y puntual del estado del tiempo en nuestros teléfonos móviles. El
futuro pasa por la inversión constante en investigación de la atmósfera que
debe responder a una demanda social cada vez más exigente. Queremos saber el
tiempo que va a hacer en mi ciudad, en mi barrio, con toda precisión. Y, en los
próximos años, vamos a querer saber también
con exactitud cuál va a ser el clima que tenga mi ciudad o mi barrio
dentro de cuatro o cinco decenios. Seguramente ni una petición ni la otra podrá
ser atendida al cien por cien, porque recordemos que la atmósfera terrestre es
un sistema caótico cuyo conocimiento exhaustivo seguramente nunca alcanzaremos.
Pero en doscientos años nos hemos ido aproximando a ese conocimiento de forma
increíble.
La
mejora en el acierto de la predicción meteorológica es evidente. A pesar del
habitual comentario coloquial sobre los fallos de pronóstico hoy en día con 24
horas de antelación el acierto en la predicción supera el 95%, sin ignorar que
hay regiones del mundo de difícil pronóstico debido a su ubicación en relación
con las circulación de vientos y sistemas de presión atmosférica y sus singulares
condiciones geográficas, como ocurre con el área del Mediterráneo. Lo mismo
cabe decir de las mejoras en la modelización climática a medio y largo plazo.
Desde los primeros informes del IPCC (1990) al último en vigor (2013-14) el
afinamiento en las predicciones es evidente. Del 40% de fiabilidad estimada del
primer informe del IPCC, al 85% del quinto Informe, vigente en la actualidad.
Se estima que el próximo informe, el 6º informe del IPCC (2021-22), alcance una
fiabilidad en su modelización del 90%.
En
los próximos años, uno de los objetivos principales de las ciencias
atmosféricas será dar respuesta a una aparente paradoja: la predicción
meteorológica deberá mejorar en el largo plazo, es decir, los pronósticos a
partir de 120 horas; y por su parte, los modelos climáticos tendrán que mejorar
en el corto plazo, esto es, a una década vista para ofrecer proyecciones cada
vez más realistas y espacialmente detalladas.
El
conocimiento del tiempo y del clima terrestre va a seguir mejorando, sin duda.
Pero siempre quedará ese punto de “magia”, incomprensible para el razonamiento
humano que es esencia de la circulación del viento sobre la superficie
terrestre y que sigue atrapando a aficionados e investigadores en la búsqueda
de últimas respuestas sobre la dinámica de nuestra atmósfera.
Bibliografía:
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(4) GIL
OLCONA, A. y OLCINA CANTOS, J. (2017) Tratado de climatología. Alicante.
Publicaciones de la Universidad de Alicante, 945 p.
(5) Intergovernmental
Panel on Climate Change, IPCC (2014): Climate Change 2013 and Climate Change
2014 (3 vols.) Disponible en: http://www.ipcc.ch/
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Ed. Oikos-Tau, 308 pp.
(7) MARTÍN
VIDE, J. y OLCINA CANTOS, J. (2001) Climas y tiempos de España, Madrid, Alianza
Editorial.
(8) OLCINA
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en la obra de José de Acosta”. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y
Ciencias Sociales [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona,
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(11)
VIÑAS, J.M. (2016) El universo meteorológico. Un científico en las nubes. Ed.
Materia-Descubrir la ciencia, Madrid, 145 p.
Jorge Olcina Cantos
Catedrático
de Análisis Geográfico Regional.
Laboratorio
de Climatología, Universidad de Alicante.
Notas:
1 Ver. ACOSTA, J.
de, Historia Natural y Moral de las Indias, 1590. Ed. José Alcina Franch, Madrid, Ed. Historia 16. Crónicas de
América nº 34, 1987, 515 p.
2 Ver. Kant, I. Physical
Geography [Rink ́s edition, 1802]. Vol. I, Introduction. §1, 2, 3, 4, y 5.
(In. Watkins, E. (edit.) (2012) Natural Science. The Cambridge edition of
the Works of Immanuel Kant in translation. San Diego, University of
California, 818 p.
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